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24 Julio 2006

Médicos en la Guerra

En tiempo de guerra, la labor de los médicos resulta especialmente valiosa, hecho que aparece ya desde los primeros conflictos bélicos de la historia humana. En efecto, al remontarse a la época del Imperio Romano, la sanidad militar fue un factor de gran importancia para el mantenimiento y expansión de este orden.

Dada la escasez de buenos reclutas, era vital mantener a las tropas lo más saludables posible y que tanto los heridos como los enfermos recibieran los cuidados necesarios. Por ello cada legión contaba con asistentes médicos, cada campamento poseía un equipo médico y se decidió construir hospitales para el tratamiento de los soldados.

De hecho, fue durante el Imperio Romano que se introdujo la palabra “médico”, ya que el oficial encargado del bienestar de las unidades de combate era conocido como “medicus”.

Aunque creían profundamente en las practicas trascendentales, las supersticiones, los rituales y los conjuros, los médicos del ejército romano trabajaban sobre la base del ensayo-error y se transmitían los conocimientos tanto entre sus pares, como a las nuevas generaciones.

Con el paso del tiempo esta enseñanza médica militar se reglamentó y, a principios del siglo I d.C. a todos los médicos del ejército se les exigía asistir a la Escuela de Medicina Militar.

Debido a que en las batallas abundan los enfermos y los muertos, la medicina militar avanzó mucho durante las grandes y largas campañas que el Imperio Romano, especialmente en el campo de la cirugía, donde se desarrollaron avanzados métodos para el tratamiento de las heridas, sobre todo en la extracción de proyectiles, aplicación de ungüentos y torniquetes, y en las amputaciones para prevenir gangrenas mortales. Asimismo, ya utilizaban métodos antisépticos, tratamientos analgésico para el dolor y, con los años, los médicos militares aprendieron como prevenir muchas de las epidemias del campo de batalla.

Además del importante papel en la difusión de la medicina romana, estos profesionales se beneficiaron de los nuevos tratamientos y medicamentos aportados a medida que más pueblos y culturas fueron englobados en el Imperio.

Desde entonces hasta nuestros días, los médicos que se desempañan en guarras y campos de batalla, deben respetar lineamientos que se han establecido, a fin de preservar la salud de los combatientes sea cual sea su bando.

A la par de la capacidad de curar enfermedades o aliviar las dolencias producidas por una amplia gama de patologías, los médicos están obligados a no utilizar su ciencia y su arte para hacer daño, imperativo que forma parte del Juramento de Hipócrates, texto que aún hoy pronuncian quienes se incorporan a esta profesión, como una forma de demostrar su compromiso con las normas éticas que la rigen.

La exigencia de no dañar es un principio absoluto, que indica que nunca un acto médico puede, por comisión, omisión, negligencia, imprudencia o complicidad, afectar directamente o indirectamente la salud física, psíquica o social de las personas, o su dignidad. Asimismo, nunca un médico puede invocar órdenes superiores para justificar actos de ese tipo.

Estos lineamientos éticos, son especialmente complejos en el caso de aquellos profesionales que deben desempeñar su quehacer en situaciones de guerra y se ven enfrentados a situaciones que los obligan a atender a enemigos prisioneros o heridos.

En este tipo de escenarios, dicho principio exige que el prisionero o el herido de guerra sea tratado respetando todas las obligaciones de la práctica médica, por peligrosa, cruel o delictiva que haya sido su conducta o la de su bando. Asimismo, está prohibido a los médicos militares utilizar sus conocimientos como arma.

Además de respetar estas exigencias, así como los enfermeros o paramédicos suelen ser quienes brindan los primeros auxilios a los heridos en el campo de batalla, los médicos militares suelen formar parte del contingente de los hospitales de campaña, donde indican tratamientos a corto y mediano plazo, realizan intervenciones quirúrgicas y disponen las acciones necesarias para preservar la vida de los soldados.

Las obligaciones de los participantes en los conflictos armados están explícitamente establecidas en las convenciones de Ginebra, una serie de tratados internacionales establecidos entre 1864 y 1949 y completados con dos protocolos adicionales en 1977, que buscan disminuir los efectos de las guerras en los civiles y en los militares involucrados en ellas.

Por ejemplo, la convención del año 1929 exige que los beligerantes traten a los prisioneros con humanidad, que hagan pública a todas las partes interesadas información sobre ellos y que autoricen la visita de representantes de naciones neutrales a los centros de detención. Dos décadas más tarde, estos principios se ampliaron señalando que los enfermos y heridos deben ser considerados como miembros de un país neutral y recibir tratamiento y alimentación adecuada. Asimismo, se prohibieron explícitamente las torturas y todo otro tipo de presión para que los prisioneros proporcionen más datos que la necesarios para su identificación; se consideraron ilegales los castigos colectivos y las acciones que signifiquen violaciones a la dignidad de las personas; se prohibió toda condena que no se resulte de la aplicación de las normas del debido proceso.

Las convenciones de Ginebra se refieren también específicamente a médicos, paramédicos y enfermeros de las fuerzas armadas, diciendo que estos no pueden ser obligados a llevar a cabo ninguna actividad que no esté relacionada con los deberes médicos.

Mas de 180 estados han adherido a la convención de 1949 y más de 145 lo han hecho a los protocolos adicionales. Muchos también han aceptado la competencia de comisiones internacionales en la investigación de violaciones a las normas establecidas por las convenciones.